Hay muchas organizaciones que dicen (y creen) con orgullo ser “ágiles” sólo porque tienen prácticas ágiles. Pero al revisar su cultura y estructuras, son todo lo contrario. Es como vestirse de atleta, promover que eres atleta… pero no correr ni media cuadra.

Podríamos llamar a esta práctica, un “agilewashing” o una especie de maquillaje más cercano al marketing o a una moda para parecer modernos (así como el «greenwashing», que se refiere a prácticas empresariales que pretenden ser ecológicas sin realmente implementar medidas sostenibles).

Se trata de organizaciones que se llenan de prácticas que efectivamente vienen del mundo de la agilidad como el “Scrum meetings”, las “daily stand-ups”, “planificaciones de sprint”, “retrospectivas”, “tableros Kanban” y un largo etcétera.

Pero las prácticas ágiles, no hacen a una organización ágil. De hecho, muchas de las empresas que tienen estas prácticas, siguen siendo altamente jerárquicas, con estructuras rígidas y reacias a la innovación. Es decir, todo lo contrario a lo que promueve la agilidad.

Recordemos que la agilidad se originó en el ámbito del desarrollo de software con la publicación del Manifiesto Ágil en 2001, pero sus principios se han extendido más allá, y hoy se refieren a una forma de hacer las cosas flexible; que permite adaptarse a los cambios, que exige colaboración, equipos autogestionados, innovación, mejora continua, aceptación del error como parte importante del proceso, así como la valoración de las personas y a las interacciones más que a los procesos y herramientas. Por tanto, estamos hablando de una transformación cultural que lleva a la agilidad. No bastan las metodologías ágiles.

En un entorno verdaderamente ágil, las decisiones se toman con una orientación clara hacia el cliente de manera que las soluciones desarrolladas se alineen estrechamente con sus expectativas y requisitos cambiantes.

Sin embargo, en organizaciones que practican el «agilewashing», suele existir una desconexión significativa entre estos principios y la práctica real.

Cuando una organización dice ser ágil, sin serlo, puede generar una tensión interna que afecte el clima, la productividad y la apertura a los cambios.

Es claro que en tiempos disruptivos como los actuales (y más los futuros), será necesario que las organizaciones transiten a la agilidad pero entendiendo que ello requiere una transformación cultural.

En primer lugar, no puede haber cultura ágil sin un compromiso de la alta dirección para cambiar la cultura, especialmente para poner al cliente al centro, y repensar estructura de la organización con ese objetivo. Pero para lograrlo no basta sólo el discurso.

Es indispensable, capacitar a todos los niveles de la organización sobre los principios y prácticas ágiles, y por qué son importantes. Esto incluye no sólo entrenamiento en metodologías ágiles, sino en habilidades blandas como la colaboración, la comunicación y la resolución de conflictos.

Se debe fomentar una cultura de colaboración, transparencia y mejora continua. Promover la autonomía de los equipos y la toma de decisiones descentralizada. Esto puede implicar cambios en la estructura organizativa para reducir la jerarquía y aumentar la flexibilidad.

Es necesario valorar las interacciones y la colaboración sobre los procesos y herramientas. Fomentar un entorno donde las personas se sientan seguras para experimentar, cometer errores y aprender de ellos.

En suma, vestirse de ágil sin serlo, es contraproducente para la organización y a la larga, se va a notar. Esa contradicción no solo desmotiva a los empleados y socava la confianza en la dirección, sino que también impide la verdadera innovación y adaptabilidad que son cruciales en el entorno empresarial actual.

Para realmente cosechar los beneficios de la agilidad, es necesario un compromiso genuino con sus principios y una transformación cultural profunda que vaya más allá de las prácticas superficiales.

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